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Neuromurder, she wrote


La mañana del 15 de julio de 2014 me desperté al amanecer, como cada dia. Preparé mi café y una tostada de tomate y aceite. Al abrir el diario había pocas noticias que me llamasen la atención. Que si Oriol Pujol imputado, que si Contador deja el Tour por una caída… ¡ANDA MIRA, Inglaterra aprueba que las mujeres puedan ser obispos! Me parece una gran idea. En esos pensamientos me encontraba cuando sonó el teléfono. 
  • ¿Sí, dígame?
  • Hola buenos días, ¿Angela Sacks?
  • Si soy yo, ¿quién es?
  • Le llamo para contratar sus servicios. Ha ocurrido algo muy raro y no sabía a quién acudir. 


Y así fue como la señora J. entró en mi vida. 

La persona que me había llamado era la hija de la señora J. Al parecer llevaba un tiempo comportándose de una forma extraña, teniendo pequeños despistes sin importancia. Por lo general llevaba una vida tranquila, hacia las tareas de casa, hablaba por teléfono con la familia, visitaba a las vecinas, hacía la compra y se sentaba cada tarde en la puerta de su casa para ver pasar el tiempo y a la gente del pueblo. Sin embargo los hechos acontecidos ese día no entraban dentro de un comportamiento normal. 

Encontré a la señora J. sentada en una silla de anea en la puerta de su casa. Tenía el pelo un poco desgreñado pero claramente había estado en una peluquería hacía no mucho. En su pelo castaño no presentaba ni una sola cana a pesar de su edad. Obviamente se tintaba el pelo cada no mucho tiempo. Vestía una falda gris por debajo de la rodilla, un jersey de hilo anaranjado y un sempiterno delantal de cuadros atado a la espalda y cuya pechera agarraba en su jersey con dos imperdibles. Unas abarcas beig con un poco de tacón daban forma a sus pies rechonchos cuyas piernas se ceñían con sendos pantis de media. Uno en su sitio, el otro enrollado sobre el tobillo. 
Lo único que parecía fuera de lugar en aquella tranquila sexsagenaria eran las gotas de sangre que manchaban su delantal y una de las abarcas. 

  • Buenas tardes señora J. ¿Qué tal se encuentra?
  • Yo muy bien, aquí, a la fresca en la puerta hija, que vamos a hacer. 
  • Se la ve muy cómoda si. ¿Puedo acompañarla?
  • Claro mujer, coge una silla de ahí dentro. 


La voz era calmada, tranquila. No parecía haberle ocurrido nada reseñable en ese día. Sin embargo me habían llamado para que tuviera una conversación con ella y descubriera qué era lo que había pasado. Le pedí que me contase un poco acerca de su vida.
Había tenido una vida normal, en un pueblo. Se casó relativamente tarde, a los 25 años, con un hombre que era menor que ella. Sólo tres días, pero le gustaba recordárselo. Tuvo 3 hijas (ningún barón). Había pasado la vida cuidando de sus hijas y de su casa, después de su padre, después de su suegra y en los últimos años de una vecina muy mayor que no tenía familia. Una vida dedicada a los demás sin mayores reseñas ni reconocimientos que haberlo hecho bien con todos ellos, como ella misma recordaba. 

  • Yo la tranquilidad que me queda en esta vida es que lo he hecho bien con todos y no he peleado con nadie. 
  • Y seguro que se lo agradecen señora J., que ha trabajado usted mucho para tenerles a todos contentos. 
  • Si me lo agradecen si, el primero el capullo aquel que viene por la punta. 

Ese pequeño improperio, “capullo” me sonó como un estruendo terrible en boca de la señora J. No me esperaba esa forma de hablar en una mujer mayor y que guardaba las formas por lo demás. 

En la conversación que había mantenido con la hija de la señora J. me comentó que había sido una mujer con una educación mínima, pero adecuada. Sabía leer y escribir, tenía un lenguaje culto y hacía pequeños cálculos matemáticos. No en vano había llevado toda la vida la economía de la casa, de un bar, de un economato y de un puesto de cerámica de la familia. Siempre había sido una mujer muy pulcra y ordenada, casi extenuantemente limpia. Durante muchos años había sido imposible verla con una sola mancha en la ropa o un pelo fuera de su sitio. Por lo demás, su vida había sido básicamente la misma desde hacía décadas. Las hijas habían crecido y se habían ido de casa. Su marido era más viejo y ya no trabajaba. Ya no cuidaba de ninguna persona mayor… la mayor era ella. 

Sin embargo, hacía ya unos años que descuidaba su vestimenta, su peinado e incluso la higiene de la casa. Las hijas y su marido asumían como despistes o fallos en la visión las pequeñas manchas en el suelo o el hecho de que un día sí y otro también confundía el azúcar con la sal en la comida. 

Un domingo cualquiera la señora J. salía de casa para ir a misa con su “ropa de los domingos”. Justo al salir se encontró con uno de sus nietos y al acercarse para besarla éste se percató de que tenía una mancha en la chaqueta. Al advertirlo la señora J. le restó importancia y se fue tranquilamente a la iglesia. Aquel episodio podría haber pasado desapercibido en otra persona pero la señora J…. imposible. Ella no hacía esas cosas. Le importaba su imagen. 

Charlé con la señora J. durante un buen rato. Tenía una memoria prodigiosa. No solo se sabía historias de hacía muchos años sino que recordaba perfectamente fechas, nombres, recorridos, comidas, recetas. Pero ante lo que me había contado su familia, le quise hacer una pregunta muy simple. 
  • Señora J. ¿qué ha desayunado usted esta mañana?
  • Esta mañana… pues lo de siempre. Un zumo de naranja y una tostada. No tomo leche porque no me sienta bien. 
  • Pero señora J. estamos en julio, ¿todavía tiene usted naranjas?
  • Ah, pues (dudó), me habré tomado solo la tostada, o una manzana. 
  • ahm. ¿y ayer qué cenó usted?
  • Ayer… (quedó pensativa), ayer, no lo sé. 
  • No se preocupe señora J. a mi también me pasa y ¿sabe un truco que suelo hacer? mirar en la basura los restos. ¿Le parece que lo hagamos?

Fuimos a su basura y por supuesto no había cáscaras de naranja pero si había cáscaras de huevo, el culo de un calabacín y tallos verdes de fresas. 

  • Mire señora J. huevos y calabacín. Igual se hizo usted un revuelto anoche con eso
  • … (dudó una vez más)... pues no lo sé la verdad, no me acuerdo. 
  • Bueno no pasa nada. Vamos a dejar la basura. Oiga, he visto unos dibujos por ahí colgados en la casa, ¿son suyos?,¿Le parece si dibujamos un rato?
  • Pues sí, son míos. Los hacía en unos talleres de mayores, pero ya no voy.
  • ¡Y eso!, pues no se le da mal, debería de seguir asistiendo
  • No me apetece mucho 

Aquella conversación costumbrista en casa me dió algunas pistas de lo que podría estar pasando. Me llamó la atención que fallase en cosas que implican a la memoria episódica o autobiográfica. Un fallo en la memoria reciente que además no incrementaba sustancialmente si se le ofrecen pistas o se pone el hecho a recordar dentro de un contexto, como sí sucede con los fallos de memoria episódica propios del envejecimiento. Pero había otra prueba que quería hacer con ella. Por eso la invité a dibujar. 

Nos sentamos a la mesa y le pedí algo muy sencillo, dibujar una pared con una mesa, un jarrón sobre la mesa y un reloj en la pared. 

  • Venga si, ahora lo dibujamos, pero antes déjame que te prepare un café
  • No hace falta que se moleste señora J. , si yo…
  • Insisto, un cafelillo hija que no me cuesta nada. 

Tras un rato trasteando en la cocina con una agilidad tremenda me preguntó desde lejos. 

  • ¿Le pone leche o azúcar al café?
  • No, sin leche. Solo y con media cucharadita de azúcar. 


A los pocos minutos yo ya había preparado el material para dibujar sobre la mesa y la señora J. apareció con una bandeja con dos cafés y unas pastas. Cuando dí el primer sorbo al café un rayo atravesó mi columna y me paró en seco… le había puesto sal. Por suerte solo le había pedido media cucharada 

Seguimos la conversación, aunque la señora J. parecía un poco apática. Cuando le preguntaba por cosas del pasado siempre tenía una conversación animada y muy meticulosa, sin embargo al preguntar por cosas más recientes o del día a día se mostraba apática y casi molesta. 

Los cambios de carácter y la apatía. El hecho de que dejase la escuela de adultos, que no saliera apenas de casa y se mostrase apática al preguntar ciertas cosas del día a día me indicaba que mis sospechan iban en la dirección adecuada.  

La señora J. dibujó una bella mesa, sobre ella un jarrón con muchos detalles florales que se deposita sobre un tapete de punto de los que a ella le gustaba hacer. Miré su dibujo con atención y le indiqué que faltaba el reloj de la pared. 

  • ¿Si? ¿también hago un reloj? ¿y cómo lo hago, grande, chico, redondo?
  • Pues mire señora J. como este que tengo yo aquí dibujado en mi hoja - y le cedí mi hoja de papel donde había dibujado un reloj de pared bien grande que marcaba las 9 en punto - puede copiarlo de aquí. 

Cuando la señora J. comenzó a dibujar tuve muy claro lo que le pasaba. 

El denominado test del reloj es una prueba actualmente muy utilizada para evaluar las capacidades cognitivas de un paciente y detectar un posible deterioro cognitivo. Es una prueba muy sencilla que se utiliza para diagnosticar la enfermedad de Alzhéimer y otros tipos de demencia, ya que ofrece una información muy valiosa sobre la percepción visual, coordinación visomotora, capacidad visoconstructiva y de planificación y ejecución motora. Con un simple dibujo se puede por tanto evaluar la actividad de diferentes funciones cognitivas como el lenguaje, memoria a corto plazo, funciones visoespaciales, etc. 

Pero de todo lo que habíamos visto ¿Qué era lo que me había llevado allí? ¿la razón por la que su hija me llamó esa mañana? Por lo visto la señora J. había arrancado la cabeza al canario. Según parece no recordaba que su marido había comprado un canario para que cantase y le hiciera compañía en las largas tardes de verano. Debió confundirlo con uno de los tanto juguetes ruidosos que sus nietos dejan por ahí tirados. Le molestó para escuchar la radio o para lo que fuese y decidió apagar el dichoso juguete del nieto. 


La señora J. había cometido un pequeño asesinato. Pero su Alzhéimer no le permitía recordarlo. Como no recordaba al canario, ni la cena del día anterior ni muchas otras cosas. 
Unos pocos meses y años más tarde la cosa iría a peor y dejaría de recordar que tenía nietos, y más tarde que tenía hijas y hasta que había estado casada casi 50 años. 

La señora J. necesitaba estar acompañada todo el tiempo. La señora J. merecía estar acompañada siempre, como ella había acompañado toda su vida a la gente a la que había cuidado. 

(Idea original basada en una diapositiva de un curso de técnicas de divulgación del gran Emilio García, del IAA-CSIC)

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